Es digno destacar con satisfacción y gozo que Ana María Moreno Castillo, en los años comprendidos entre 1912 y 1916, ejerció la docencia como educadora de primera enseñanza. La instrucción que recibían sus pupilos era obligatoria, determinada por la instancia superior. Los niños que educó Anita Moreno comprendían entre los 7 y 15 años de edad, ayudada por los padres de familia o tutores que tenían la obligación de enviar a sus hijos a las aulas; no obstante, existían padres de familia que coartaban a sus hijos la asistencia a las aulas porque pensaban que los hijos “se ponían flojos”; además, los padres preferían que sus hijos trabajaran para el propio sostenimiento y el familiar, en lugar de desarrollar la inteligencia por causa de una mal entendida ausencia de ideas y de ideales.
Vemos, entonces, a la Niña Anita enseñando el Castellano, llamado posteriormente Español, la Aritmética, Urbanidad, Religión y otras asignaturas propias de la primera enseñanza, que ella impartía sacando provecho de sus propios conocimientos, que ella impartía empíricamente, puesto que no se formó en el Magisterio. Este oficio de maestra, que Anita Moreno desempeñó durante un corto tiempo, hubo de ser un verdadero apostolado, fácilmente asumible sin hacer antes un exhaustivo examen de conciencia con el fin de determinar si existe o no la vocación necesaria para la educación en cualquiera de sus facetas.
Por lo tanto Anita Moreno mantuvo durante todas sus actividades docentes, en la escuela, -cuyos aulas eran las salas principales de la propia residencia- y en la catequesis o doctrina como antaño se llamaba, un determinante talante vocacional, un especial espíritu de desinterés, el sentido de sacrificio y el amor a la verdad por la verdad misma. Cualificaciones necesarias para determinar los votos propios del educador y cuyo cumplimiento los transmitió grandemente en la contribución del ascendiente moral que alcanzaron los pupilos que asistían a las aulas domésticas, es decir, la salas de clases estaban ubicadas en las residencias de las maestras.
Extendió su labor docente en la Parroquia de Los Santos, donde preparaban a los niños para su Primera Comunión, lo que hizo por espacio de muchísimos años, no sólo en su pueblo, sino también en los corregimientos del distrito. “Había que ver aquel respeto que ellos (los niños) sentía por la Niña Anita, no temor, no es que le teníamos miedo a la Niña Anita, es que la respetábamos. Ella se paraba frente a nosotros y todo el mundo hacía silencio, nada más que ella se paraba allí, era suficiente y todos los niños hacían silencio no por temor sino por respeto”. La sobriedad de su persona y la sencillez de los modales ejercían una fuerza arrolladora ante todos los que la frecuentaban en la enseñanza de la doctrina cristiana, cuyo influjo espiritual causaba una fascinación conductora de la trascendencia divina.
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